LA NUEVA MISA DEBE RECHAZARSE POR MOTIVOS MORALES: DIJO EL P. JOAQUÍN SÁENZ Y ARRIAGA.
HISTORIA-RELIGIÓN-MÉXICO
11 DE NOVIEMBRE DE 2010 VIGENTE AL 2017
En esta entrada traemos a colación un estupendo
artículo escrito por el Padre Jesuita Dr. Joaquín Sáenz y Arriaga, de origen
Mexicano, en el fragor de la lucha post-conciliar y más específicamente cuando
se impuso una nueva ceremonia Litúrgica llamada Novus Ordo Missae, cuya finalidad era la de sustituir el venerable
Misal de San Pío V, conocido también como Misa tadicional o Misa tridentina, la
cual fue codificada por el Papa Pío V al término de la celebración del Concilio
de Trento. El padre Sáenz fue conocido en su momento a nivel mundial, sus
escritos causaron furor en todos los países Hispanoparlantes, incluso algunos
fueron traducidos a varios idiomas. Mucho de lo que se dice en este artículo
continúa vigente hasta el día de hoy.
RECHAZAMOS LA “NUEVA MISA” POR MOTIVOS MORALES
Pbro. Joaquin Saenz
y Arriaga (qepd)
Una vez más vamos
sencillamente a repetir lo que cualquier seminarista solía aprender en sus
clases fundamentales de Teología Moral: ninguna ley, aunque dimane de muy alta
autoridad, puede ser considerada obligatoria si obviamente es dañosa para el
pueblo, a quien se supone quiere beneficiar. Para determinar si una norma
directiva es o no dañina para el pueblo, ¿Qué criterio mejor podemos tener que
aquél que Cristo nos dejó: “POR SUS FRUTOS LOS
CONOCEREIS”? ¿Qué frutos ha logrado en el “pueblo de Dios” toda la reforma
litúrgica y, especialmente, la “nueva misa” ? Para responder con verdad, veamos
y examinemos con sinceridad lo que en las diversas parroquias y templos estamos
presenciando. Pero nadie, lo ha expresado mejor que los Cardenales Ottaviani y Bacci, quienes, desde Roma, en su famosa
“carta al Papa” (Paulo VI), del 3 de septiembre de
1969, manifestaron su completa repulsa de la “nueva misa” señalando de
antemano los frutos que necesariamente había de ocasionar entre los fieles, en
la inseguridad y en la pérdida progresiva de
la fe, y entre los sacerdotes, con crisis agonizantes de conciencia.
Continuando en la misma línea del pensamiento, los
moralistas y canonistas también enseñan que una nueva directiva, emanada de los
que tienen autoridad, solamente adquiere fuerza de ley cuando puede probarse
que esa nueva directiva es mejor que la ley que pretende sustituir.
Para probar cuán “buena y santa” era la Misa tradicional,
basta con echar una mirada a la numerosísima lista de santos, hombres y
mujeres, que en sus muchas veces secular existencia, ha producido y el
calendario de la Iglesia nos ofrece. Nadie quizá haya expresado mejor este
hecho histórico que el mismo Paulo VI, que, según los enemigos de la “Misa
tradicional”, la puso fuera del legítimo uso. En la Constitución MISSALE ROMANUM él reconoce que el Misal de San Pío V ha
sido “un
instrumento de unidad litúrgica…un testimonio de la pureza del culto de la
Iglesia…la fuente en la cual innumerables santos nutrieron su piedad hacia
Dios…”
Ahora bien, ¿quién puede decir, con buena conciencia, que la nueva liturgia,
con más de cuatrocientas lenguas o dialectos diferentes, con tan diversas
ceremonias y ritos, que varían en cada templo y parroquia, si es que no en cada
diferente sacerdote, es un “mejor instrumento” para la unidad litúrgica, que la
“MISA TRADICIONAL” con su única lengua el ”LATIN” con la unidad de ceremonias,
que todos los sacerdotes usaban en todas las partes del mundo? ¿Puede cualquier obispo o sacerdote
creer seriamente que “la pureza del culto de la Iglesia” está mejor
salvaguardado en las nuevas misas del sábado, que pretenden sustituir a la Misa
dominical tradicional? ¿Pueden admitir en conciencia
que esas celebraciones en las que toman parte ministros o miembros de otras
denominaciones cristianas, que no son católicos, son un progreso en la
apostólica identidad de la Iglesia? ¿Están o pueden estar convencidos que el
divino culto salió beneficiado al cambiar las Misas Pontificales y solemnes por
esas celebraciones sin sentido? ¿Cómo pueden pensar que esas “misas de
juventud” ese show en los templos, con conjuntos musicales de cabaret son una
expresión más genuina de nuestra fe y de nuestra piedad católica?
Dicen que: ahora es cuando el pueblo entiende mejor los divinos servicios.
¿Entienden ¿ ¿Qué es lo que entienden? ¿las palabras? La Misa es un misterio, que nunca llegaremos a comprender. Las
explicaciones, que antes los buenos sacerdotes daban a los niños y jóvenes,
preparaban las almas para asistir con gran recogimiento, con estrecha unión con
Cristo, Sacerdote y Víctima, a la celebración de tan grandes misterios. Los
misales y devocionarios ayudaban a recoger las almas y a seguir las diversas
partes del Santo Sacrificio de la Misa. Había fe; había fervor; había verdadera
devoción. Ahora hay ruido; hay “movimiento”; hay una increíble profanación de
los más grandes misterios. Antes había SACRIFICIO ,
ahora hay ASAMBLEA, hay CENA PROTESTANTE.
Y, mientras la vida y las costumbres de nuestros clérigos modernizados y de
nuestras monjas liberadas se vayan haciendo más escandalosas, tendremos una más
clara idea de la clase de “piedad” que la nueva liturgia produce, y tendremos
más perfecta y pronta comprensión de la urgencia que existe de que vuelva la
“Misa tradicional” .
Hay otro punto de nuestra Teología moral, que
justifica la resistencia que los sacerdotes tradicionalistas han opuesto y
siguen oponiendo a la nueva misa de Paulo VI: me refiero al verdadero contrato
y a las obligaciones que él implica para los contrayentes, que hicimos con la
Iglesia, de nuestra ordenación. Todavía lo recuerdo, como si fuera ayer, lo que juré el día de mi ordenación sacerdotal, aquel 30
de abril de 1930, después de haber firmado mi juramento, coloqué mi mano
derecha sobre el Misal de San Pío V y, poniendo a Dios por testigo de la
absoluta sinceridad de mi alma, en los momentos más solemnes de mi vida, “Yo acepto y abrazo, dije, con la mayor firmeza de mi alma, las apostólicas y eclesiásticas
tradiciones y todas las constituciones y prescripciones de la Iglesia” Al mismo tiempo, como una compensación a la
total entrega de mi vida a su servicio, la Iglesia católica, mi Iglesia, a la
que desde mi infancia he amado y sigo amando como el tesoro mas precioso de mi
existencia, me dio en nombre del mismo Cristo el perpetuo y el personal
privilegio de poder celebrar el Santo Sacrificio de la Misa, según el rito
tradicional, con la certeza que la misma Iglesia
me ofrecía, al entregarme su ley oficialmente promulgada e impresa en la misma
página de aquel Misal Romano: “En ningún tiempo, en el futuro, puede un
sacerdote, regular o diocesano, ser obligado NUNCA a decir de otra manera la
misa “. En virtud de este contrato, que me
obligaba a mí, pero obligaba también a los jerarcas de la Iglesia, yo quedé
ordenado sacerdote del rito LATINO de la Iglesia UNIVERSAL.
Desde entonces y como consecuencia de este contrato y de mi completa entrega
pudo la Iglesia señalarme para decir mi Misa y administrar los sacramentos a
todas las personas, de cualquiera lengua que tuvieran; cualesquiera que fuesen
sus antecedentes étnicos. Y yo, a mi vez, sabía que, ni mi nacionalidad ni mi
lengua materna impedían que encontrase, en todas partes, a mis hermanos
católicos que no tan solo me recibirían con gusto en sus templos, sino que
asistirían con igual fe y devoción a mi Misa que la Misa de sus propios
sacerdotes.
Tal vez ha llegado el tiempo de recordar al Vaticano y a los obispos, que tanto
se preocupan por respetar y defender los derechos humanos, especialmente los de
los sacerdotes de la NUEVA
OLA– hasta el punto de permitirles
contraer sacrílegamente matrimonio, sin objetar por ello el que sigan enseñando
teología o cualquier otra materia, en las Universidades o Seminarios Católicos-que
también los sacerdotes tradicionalistas tenemos nuestros derechos-según la ley
divina y la ley humana-y que entre esos derechos el primero es el que tenemos
de permanecer sacerdotes y no ser devaluados a la categoría
de “ministros
presidentes”, exactamente en la misma línea de
los pastores protestantes, que hacen los así llamados “servicios de comunión” en las iglesias católicas de nuestros días.
Porque eso precisamente es lo que la nueva Iglesia y especialmente la “nueva
misa” están haciendo con los sacerdotes: convertirlos en MINISTROS
PROTESTANTES.
Yo nunca he sentido la menor simpatía por los sacerdotes que entraron al
seminario, no por una verdadera vocación, sino por el deseo de mejorar la
situación económica y social de su familia o con el deseo de no cumplir su
servicio militar. Cuando ahora veo cuán pocos son los sacerdotes –a pesar de
haber conocido a tantos y tantos de verdadero espíritu sacerdotal y edificante
vida apostólica- que, conscientes de su vocación, hayan sabido guardar sus
compromisos con Dios mismo, me doy cuenta, con lágrimas en los ojos, de lo que
el Establishment ha podido hacer, con manifiesto abuso de su poder, a tantos
idealistas jóvenes, que un día, como yo, se consagraron al servicio de Dios, en
la inmutable estabilidad de los divinos misterios.
Yo me pregunto: ¿si el día de nuestra ordenación sacerdotal nos hubieran puesto
delante una “misa panamericana” de Méndez Arceo o
una “misa a go-go, una misa con conjunto de jazz, o cualquiera misa nueva, que
confeccionaron Lercaro,
Bugnini y seis ministros protestantes,
hubiéramos dado el paso de nuestro voto, hubiéramos aceptado el sacerdocio
moderno? Yo
ciertamente no me ordené para cometer sacrilegios, ni para presidir asambleas, ni para celebrar la
“Cena Protestante”. Yo recuerdo la idea central de mi sacerdocio, desde ese día
feliz de mi ordenación: “Yo quiero ser ALTER CHRISTUS;
yo quiero dedicar mi vida para servir a Cristo, para ofrecer, en nombre de
Cristo, con el poder de Cristo, en representación de Cristo, EL SANTO SACRIFICIO, EL SACRIFICIO
PERPETUO DEL ALTAR, ¿Cuándo nos imaginamos que las
fórmula de la consagración sería adulterada? ¿Cuántos creímos que el SACRIFICIO
PERPETUO sería abolido? Y, sobre todo, ¿cuándo pensaron esos sacerdotes, y yo
con ellos, en aquel día de gloria, que, con el tiempo nuestros prelados nos
impedirían celebrar el Santo Sacrificio de nuestra Primera Misa, para
adaptarnos a la nueva
religión, la nueva mentalidad, la nueva
economía del evangelio? ¿Pudimos imaginarnos entonces que la Misa de nuestra
ordenación y de nuestro sacerdocio, habría de ser prohibida y aún castigada, en
la Iglesia por los Obispos?
Y también los fieles quedaron defraudados. La “nueva misa” no es ya la Misa tradicional, la Misa de sus antepasados; la Misa que ellos mismos
desde su infancia había oído, fue sigilosa y progresivamente cambiada, sin que
ellos mismos se dieran cuenta de lo que perdían y hacia donde los llevaban.
Porque, no cabe duda, la habilidad y astucia de los reformadores, en esta
ocasión como en tiempos pasados, fue maravillosa. Empezaron con pequeñas y, al
parecer insignificantes reformas que gradualmente fueron transformándose hasta
llegar a la famosa “misa normativa”, presentada en el primer sínodo de obispos,
de los que instituyó Paulo VI, para hacer la demolición de las estructuras de la Iglesia.
Siguiendo el sistema democrático, fue sometida a votación entre esos primeros
sinodales, quedando desechada por una gran mayoría. Pero los votos no cuentan
cuando se quiere imponer lo que de antemano ha
sido ya determinado.
En la historia del “Novus
Ordo” tendrán que recordar las
generaciones del mañana las diócesis y parroquias “piloto”, en donde se
hicieron los experimentos más escandalosos, con el silencio o complacencia de los obispos y de los párrocos. Entre
nosotros el “ejemplar morboso de Cuernavaca, en donde empezaron la “misa de
mariachis” la “misa panamericana” y las “homilías revolucionarias de tendencia
comunistas” Eso fue al principio. Ahora las locuras y sacrilegios de Cuernavaca
han sido no solo divulgadas sino superadas, en este concurso infernal de
sacrilegios; tolerados por los más discretos obispos; aplaudidos y celebrados
por los prelados que en el concurso pretenden alcanzar las prebendas, los
premios vaticanos.
Resueltamente esta reforma post-conciliar ha sido un truco en todos los pasos
de su cauta evolución. Hubo truco en los cambios sucesivos que nos impuso el
Concilio, presidido por el tristemente célebre cardenal Lercaro; hubo truco en
la supresión del altar y en la imposición de la “mesa protestante”; hubo truco
en las mudanzas del latín por las lenguas vernáculas; hubo truco mayúsculo en
la traducción de la fórmula de la Consagración del pan y del vino a las otras
lenguas y dialectos, hubo truco en la Constitución MISSALE ROMANUM del Papa
Montini (en realidad se trata del falso papa Paulo VI, el "doble" que pusieron los jerarcas masones infiltrados hasta el Vaticano desde Jean-Marie Villot, Benelli y Casaroli con la finalidad de manipular las sesiones del Concilio Vaticano II, posicionando a los falsos jerarcas en las Mesas de Trabajo conciliar; y nombrar a "sus obispos sectarios de los Priorato de Sión, el de Praga y los masones e illuminati y comunsitas de la 'corriente modernista' que han seguido Benedicto XVI y Francisco), que dice no suprimir, cuando está ya suprimiendo la única Misa
tradicional de la Iglesia, en abierta contradicción de sus predecesores. Una
legislación, que procede y se impone con engaños, no puede ser, no es una
verdadera legislación; no es, puede ser una LEY DE LA IGLESIA. Mala en su
origen, mala en su implantación, mala en los efectos que ha alcanzado en unos
cuantos años, la Constitución MISSALE ROMANUM, indebidamente llamada
apostólica, es también mala, en su finalidad ecuménica.
Porque, éste es, en realidad, el fin que la reforma ha perseguido, desde sus
antecesores y sus principios: adaptar la liturgia de la Iglesia a los ritos
protestantes, para poder poner en movimiento el “ECUMENISMO”, suprimiendo o
ignorando la catolicidad de la Iglesia de Cristo.
Parafraseando la frase de Lutero: “DESTRUID LA MISA Y DESTRUIREIS LA IGLESIA CATOLICA” tenemos que reconocer que para entablar el diálogo
ecuménico con “los hermanos separados” , era necesario echar por tierra las
defensas que el Santo
Concilio de Trento levantó contra la incursión
protestante en el seno de la verdadera y única Iglesia de Jesucristo. ¿Cómo
iban a admitir el diálogo los anglicanos, por ejemplo, si nos empeñábamos en no
reconocer la validez de sus ordenaciones sacerdotales, según lo declaró
definitivamente Su Santidad León XIII?.
Ellos, como los demás “hermanos separados”, si todavía conservaban algunas
creencias y no un mero ritualismo, no estaban dispuestos a convertirse a
nuestra religión católica, ni a reducirse o, mejor dicho, a reconocer su ya
secular reducción al estado laical, para empezar de nuevo con el bautismo
condicionado en la Iglesia Católica, renunciando a todos sus errores, abrazando todas nuestras verdades y sujetándose
humildemente a la legislación y a los Obispos de la Iglesia fundada por
Jesucristo.
No; los “separados” nunca nos han dicho que desean convertirse a la fe
católica; nunca han manifestado el deseo de
abrazar nuestro culto. Somos nosotros los que, por esos increíbles cambios,
haciendo a un lado todo lo definido y prescrito en el CONCILIO DE TRENTO Y EN
EL VATICANO I, nos acercamos a ellos para adaptar nuestra religión a la suya.
Por eso fue a Ginebra, al Consejo Mundial de las Iglesias, el Pontífice
ecuménico, cuya ambición suprema es nuestra fusión con los “hermanos
separados”.
El fin no justifica los medios y más cuando los medios pasan a ocupar el lugar
del fin. Ciertamente todos los católicos queremos la
conversión de todos los “hermanos separados” y pedimos por ella. La Iglesia, en
las solemnes oraciones del Viernes Santo, -para citar un solo ejemplo- siempre
ha pedido por esta conversión.
Pero entendámoslo bien: ninguna unión es posible, si no precede la conversión
de los “separados”.
El movimiento ecuménico, que llevó
a Paulo VI hasta nombrar a unos pastores protestantes, seis nada menos, a
estructurar su “nueva misa”, que le indujo a
autorizar a “hermanos separados” no convertidos, a recibir la Sagrada
Eucaristía, que le dio ánimos y audacia para invitar en este año santo de la
reconciliación a cuarenta ministros anglicanos y bautistas a celebrar su Cena
en un templo del Vaticano. NO ES UN MOVIMIENTO ECUMENICO, sino es un movimiento que va en contra de la fe católica para acomodarse a las
creencias o a la irreligiosidad de las sectas desprendidas de la Iglesia
fundada por Cristo.